LOS VOTOS RELIGIOSOS
MADRE MARÍA PILAR DE JESÚS O.C.D
La mamita Pilar
LOS
VOTOS RELIGIOSOS
El hombre, creado por
Dios, compuesto de cuerpo y alma. Llamado a la Gloria del Señor mediante la
Gracia; obligado desde que despierta su razón a conocer, amar y servir a Dios.
Dios le hizo a su imagen
y semejanza. Le dio las dos grandes facultades, entendimiento y voluntad,
destellos de sus dos grandes atributos, SABIDURIA Y AMOR.
El hombre puede conocer a
Dios por su inteligencia. Puede amar Dios, por su voluntad. Puede servir a
Dios, por medio de sus fuerzas corporales y espirituales. Obligación de todo
hombre, más aún de todo bautizado. Para eso nos creó Dios.
Pecado de Adán:
Desconoció
a Dios, no le creyó. Morirás le dijo Dios, no morirás le dijo la serpiente.
Despreció
a Dios, no le amó. No comerás… le dijo Dios, come… le dijo la serpiente.
Desobedeció
a Dios, no le sirvió.
La inteligencia del
hombre quedó maleada por la acción del demonio; su voluntad quedó enormemente
debilitada y pronta a amar lo que no es Dios. Sus fuerzas físicas quedaron
obligadas a “ganar el pan con el sudor de su frente”, y propensas a buscar el
modo de liberarse.
La inteligencia del
hombre, sigue buscando lo que pretendió: Saber y ser como Dios. La voluntad del
hombre sigue buscando, obrar y amar fuera de Dios. Las fuerzas físicas del
hombre siguen buscando cuanto las libere del yugo del trabajo impuesto por
Dios. Es la rebeldía del hombre contra Dios, hechos enemigos por el pecado.
Imposibilidad radical de
salvación. REDENCIÓN POR EL HIJO DE DIOS HECHO HOMBRE.
Todo, mediante Él, puede
y debe restaurarse. Lucha del hombre consciente del misterio y de la Gracia de
Dios, por volver a la inocencia primitiva.
El demonio, el mundo y la
carne se oponen. Valentía del hombre que ofrece a Dios, los tres votos, contra
sus tres enemigos, contra sus tres tendencias perversas:
OBEDIENCIA,
contra el demonio y los honores.
POBREZA,
contra el mundo y sus riquezas.
CASTIDAD,
contra la carne y los placeres.
Con ellos consigue:
Amar a Dios con toda su
mente, Obediencia.
Con todo su corazón,
Pobreza.
Con todas sus fuerzas,
Castidad.
Bastan los tres votos,
para deshacer el mal del pecado en general, y de todos los pecados particulares.
¡Cómo tenemos que amar
nuestros votos! Con ellos reparamos el pecado de Adán y los de todos los
hombres. Con ellos cooperamos a la salvación del mundo con Jesús y como Jesús.
Con ellos vencemos los tres enemigos del alma. Con ellos nos hacemos santos,
para Gloria de Dios y salvación de muchas almas.
Castidad
El voto de castidad,
consiste en renunciar a otro estado de vida, libre y conscientemente, por amor
a Nuestro Señor. Esto supone, renuncia al amor humano, renuncia al gozo de la
maternidad.
El voto de castidad es
muy agradable a Dios, porque esta renuncia la hacemos buscando el amor de
Jesús, y la maternidad espiritual de las almas, para Gloria de Dios.
El alma virgen, busca las
cosas de Dios, de ellas se preocupa y por ellas vive. Esto sería lo esencia del
voto, ya que sin ello no sería posible. Por esposas de Jesús tenemos que vivir
como tales, con una delicadeza inmensa y continua, por toda la vida.
Tenemos que aspirar a la
pureza absoluta del cuerpo, a la pureza absoluta del alma, a la pureza absoluta
del corazón.
Todo para Jesús, sin
quitarle un átomo, sin dar nada, a nadie, más que a Jesús.
La tentación no es
pecado. La tentación no es prueba de falta de vocación. Tampoco lo son las
tendencias que podamos sentir después de una consagración sincera; ni los
atractivos por persistentes que sean. Tenemos que mantener nuestra decisión a
través de todo, y en los peligros conseguir serenidad, renovar nuestro santo
voto, y renunciar valientemente y definitivamente, a cuanto el mundo, el
demonio y la carne nos presenten.
¡Soy de Jesús!, y prontas
al martirio antes que dejarnos vencer… tomar esta decisión de una vez para
siempre y encomendarla a la Santísima Virgen, que nos liberará del pecado; a
San José, padre y protector de las vírgenes; al Ángel de la Guarda, el más
interesado en nuestro triunfo.
Y por encima de todo amar
a Jesús con pasión, que es lo que nos mantendrá fieles a Él y a nuestro santo
voto. Porque si amamos de veras a Jesús, ¿quién podrá arrebatarnos el tesoro de
la santa pureza?
Llegarán días de frío
espiritual, de noche del sentido o del espíritu, en que no sentiremos el amor a
Jesús, pero si somos fieles, el amor esencial, el amor de voluntad, debe
mantenernos fuertes a pesar de todo. Y esta fidelidad en el cumplimiento del
deber y en la espera de Jesús le demostrará y nos demostrará a nosotras mismas,
que somos suyas y lo seremos hasta la muerte, hasta la eternidad.
Las amistades
particulares. Son en religión un peligro para la pureza del corazón. Tenemos
que luchar valientemente para no dejar que se apoderen de nosotros. Jesús
Esposo fiel y amante, soporta nuestras debilidades todas, pero no soporta que
entreguemos el corazón a una criatura. Él nos escogió, Él nos hizo esposas
suyas, nos colmó de gracias, nos prepara una eternidad felicísima, durante la
cual podremos “seguirle a dondequiera que vaya, cantando el cántico del Amor”.
¿Cómo no va a ser divino y seriamente celoso de todo nuestro amor?
Conservemos enteramente
puro nuestro corazón. Puede costarnos a veces, pero qué gozo, qué gloria la del
triunfo… Qué hermosura la de una virgen consagrada, que se mantiene totalmente
fiel al Divino Esposo de su alma.
Pobreza
Por el voto de pobreza,
renunciamos radicalmente, a los bienes de este mundo, a la posesión de las
cosas, y aún, al uso libre de las mismas.
Hacemos el voto, libre y voluntariamente
por amor de Dios, y para arrojar de nosotros al mundo, nuestro segundo enemigo,
con todas sus pompas y vanidades.
El religioso que quiere
de verdad santificarse por la pobreza, debe renunciarlo todo.
Un pobre de la calle, un
mendigo tiene, posee muchas cosas: la misma calle, el campo, el agua, el aire
que respira, la tierra… Si le dan una moneda, es verdaderamente suya. Si recoge
del suelo una piedra, una baratija, le pertenecen. Nadie tiene derecho a
quitárselo. El religioso, no tiene nada propio. El voto no le exigirá tanto,
pero la santidad, sí; y debe saberse despojado en absoluto de todo. No tiene
derecho a nada, ya que lo ha renunciado, y debe sentirse feliz, y gozarse en
este despojo absoluto, que le hace libre y santo. Basta este voto, para escalar
las cimas más altas de la santidad.
Jesús quiso ser pobre. Lo
fue exageradamente en su nacimiento y en su muerte. Tenemos que imitarle e
cuanto podamos. Gozarnos cuando nos falte algo necesario, ya que
ordinariamente, tenemos y usamos cuanto nos hace falta. Si no buscamos estos
extremos de virtud, ¿hacemos más de lo que hacíamos cuando éramos seglares?
Muchos encontramos en la religión más facilidades y comodidades que las que
teníamos en el mundo. ¿Dónde estaría nuestro mérito, si no buscamos, si no
procuramos el modo de sentirnos pobres?
Qué contraste resulta ver
a u religioso, exigir, quejarse, pedir, protestar… sepamos demostrar con los
hechos que somos pobres y que estamos contentos de serlo. Que hemos hecho nuestro
voto conscientes de lo que hacíamos.
Procuremos la pobreza
personal, conformándonos con los peor, lo feo, lo viejo; haciendo durar lo que
nos dan para nuestro uso, cuidando el material de trabajo, la luz, el agua.
Facilitemos a los demás lo que tenemos y sacrifiquemos nuestras pequeñeces.
Cuidemos la pobreza
comunitaria, que es muchas veces, aún más importante. No pidamos mejoras en la
casa, en los elementos de trabajo, en la comida, en la ropa, en los enseres.
Conversemos pobre nuestro convento, pobre, limpio y ordenado. No ambicionemos
nada de los que Jesús no tenía. Si lo hay, tenemos que aceptarlo y cuidarlo,
pero si no lo hay, sepamos pasar sin ello, no solo sin quejarnos, sino con
alegría. Reparemos con nuestro espíritu de pobreza, el lujo y los pecados del
mundo. Seamos como nuestro Jesús, pobre y humilde por nuestro amor.
POBREZA ESPIRITUAL.
Tenemos que sacar provecho también de nuestra pobreza espiritual, y
santificarnos con ella. Pobreza de espíritu, pobreza de alma, pobreza de facultades,
pobreza de bienes espirituales. En esto somos aún más radicalmente pobres. Los
bienes materiales podríamos poseerlos y los renunciamos con nuestro voto. Bienes espirituales no tenemos
ninguno. Somos totalmente pobres, tanto, que no podemos arrogarnos el mérito de
decir “Señor Jesús”, si el Espíritu Santo no nos ayuda. No somos nada, no
podemos nada, no tenemos nada. Cuánto cuesta convencerse de ello, y cuánto le
cuesta a Dios, hacernos desprender de lo que creemos nuestro. Nos aferramos de
tal manera a lo que imaginamos tener, que sin las noches del sentido y del
espíritu, jamás nos convenceríamos de nuestra absoluta indigencia.
Y lo cierto es, que a
cada paso tropezamos con nuestra pobreza espiritual, con nuestras limitaciones,
con nuestras impotencias. Nos quejamos continuamente de que no podemos hacer la
oración, no podemos vencernos aunque lo deseamos, no podemos practicar las
virtudes aunque nos lo proponemos. ¡Es verdad! ¡No podemos! Y porque nos
apoyamos en nosotros mismo fracasamos.
Tenemos que reconocerlo
de una vez sin contar con lo “nuestro”, apoyados en el Señor, y pidiéndole a Él
con humildad y confianza, actuar con firmeza y seguridad, porque es de fe, que
jamás nos niega lo que necesitamos para cumplir su voluntad. Sabiendo esto,
nunca podremos disculparnos diciendo: ¡No puedo! Es verdad, no puedo por
mi mismo, pero lo puedo todo en Aquel
que me conforta. A Él la Gloria por los siglos de los siglos.
Enterémonos,
convenzámonos, conformémonos de una vez de una vez, y alegrémonos, porque en
nuestra debilidad se manifiesta la Fuerza de Dios, y en nuestra impotencia la
Omnipotencia de Dios. El no busca nuestros bienes porque sabe que no los
tenemos; busca nuestra humildad nuestro vacío, nuestra pequeñez, nuestra nada,
reconocida y amada, para que brille en nosotros su Gloria y su Poder.
Esta es la pobreza de
espíritu, la auténtica, la que tuvo María nuestro modelo bendito, la verdadera
pobreza que nos hará bienaventurados, y nos dará la posesión del Reino de los
Cielos.
Obediencia
Somos creados por Dios,
todo lo recibimos de Él. De Él dependemos. Nos creó para hacernos partícipes de
su eterna felicidad. Es el mejor de los padres. Nos cuida como a las niñas de
sus ojos, nos da en cada instante cuanto necesitamos, para nuestra salvación,
para nuestra santificación.
Puso a Adán en el paraíso
y le dio un precepto: no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. El
hombre creyó a la serpiente, despreció el mandato de Dios y desobedeció.
La humanidad entera,
hereda de nuestros primeros padres esta perversa inclinación a la rebeldía, a
la desobediencia. El hombre quiere su libertad. Dios se la ha dado y se la
respeta, pero su mala inclinación le lleva a hacer su propia voluntad y está
viciada por el primer pecado, le arrastra a todos los males.
No había en el hombre
salvación posible. Creado para gozar eternamente de Dios, se quedó separado de
Él, y condenado a la muerte temporal y eterna.
El Verbo la segunda
persona de la Santísima Trinidad, compadecido, baja a la tierra, a reparar, a
aplacar ala Dios ofendido, a salvar la humanidad. Único medio de reparar
proporcionalmente: ¡Obedecer! Y Jesús al entrar en el mundo comienza
obedeciendo: “Padre aquí estoy para hacer tu Voluntad”.
Y se hace átomo, célula
imperceptible dispuesta a recibir del Padre como todo hombre la vida, el
movimiento y el ser. Y a dejarse modelar por seres humanos, infinitamente
inferiores a Él. Vive treinta años, una vida de trabajo, de oración y sobre
todo de perfecta obediencia, sometido a José y a María. Humanamente parece
absurdo que Jesús no comenzara a hacer el bien a las almas, hasta los treinta
años. Cuánto hubiera conseguido, desde los quince, desde los veinte, pero era
la Voluntad del Padre y Jesús se somete.
El Padre lo quería,
porque la humanidad no necesitaba palabras, necesitaba OBEDIENCIA. Obediencia
larga, heroica, para reparar las casi infinitas desobediencias del hombre. Y
Jesús que ama al Padre y ama a la humanidad, vivía sujeto por la obediencia a
la Adorable Voluntad de Dios.
Por eso las almas
consagradas a su Gloria, a su servicio, al bien de la humanidad, tenemos que
obedecer. Sin obediencia no hay vida religiosa. No interesan a Dios las obras
grandes, ni siquiera le interesan las que Jesús hubiera podido hacer en treinta
años; le interesa que lleguemos a comprender que su Voluntad es todo nuestro
bien, que si quiere que nos sometamos a ella, es porque ella es nuestra
felicidad, nuestra santidad y su Gloria de Padre que nos ama.
Así que de todos modos,
tenemos que hacer la Voluntad de Dios, porque Él tiene todo derecho sobre
nosotros, y hacerla con amor, con confianza, con alegría, porque sabemos con
toda certeza, que Dios no busca bien alguno para sí mismo, sino nuestro bien,
nuestro mayor bien.
Si desde que despierta
nuestra razón cumpliéramos la Voluntad de Dios, hasta la muerte, ¡qué
seriamos!... Seríamos total, enteramente santos, como la Virgen María. Ella no
hizo otra cosa: dejó hacer a Dios en ella, fue fiel, activa, diligente, atente
a la Voluntad de Dios, nada más. Eso mismo nos pide el Señor a nosotros.
La dificultad estaría en
no conocer esa Voluntad Adorable, pero los religiosos la conocemos. Tenemos
leyes, tenemos superiores, tenemos campana. Son voces de Dios que nos avisan,
que nos dicen lo que quiere en cada instante de nosotros.
Nuestra actitud, tiene
que ser de amor, de gratitud, de adoración. Dios tan grande ocupado de mí,
marcándome en cada momento lo que tengo que hacer para ser feliz, para ser
santa, a mi tan pequeña, tan mala, tan poco fiel.
El voto de obediencia, no
obliga bajo pecado mortal, más que cuando nos es intimado bajo precepto, en
virtud del Espíritu Santo y santa obediencia, pero la religiosa que llega a
penetrar las profundidades de la virtud de la obediencia, y vive en ella, será
otro Cristo en la tierra, se santificará y hará el bien, todo el bien que el
Padre Celestial quiere hacer por ella y con ella.
Por todo esto y mucho más
que el Señor puede darnos a entender, entreguemos de una vez, generosamente,
nuestra libertad, totalmente, no a las criaturas, no a ningún superior, sino a
Dios, ¡el único que la merece! Y que nos dice dirigiéndose a los superiores:
“Él que a vosotros oye a Mi me oye”, y se compromete en su Sabiduría y Poder
infinitos, a santificarnos, aún a través de los posibles errores de los
superiores.
Deseemos con toda nuestra
alma, la perfección absoluta de nuestra obediencia, no de bestias sino de seres
inteligentes, libres y amantes. En nuestros fallos, que los tendremos, no
debemos desconcertarnos, ni abatirnos, ni desanimarnos. Tenemos que
humillarnos, reconocer nuestra falta, reaccionar rápido, pedir perdón y aceptar
plenamente las consecuencias de nuestra falta para repararla, y volver a la
vida, comenzando de nuevo, con más humildad, amor y alegría.
DIOS ES AMOR
Dios amor esencial,
infinito y eterno, engendra entre esplendores sagrados a su Único Hijo, en el
que se ve perfecta y totalmente reflejado. Ahí en su Hijo están todas sus
infinitas perfecciones, es otra Persona, Dios con Él y como Él. ¡Cómo ama el
Padre a su Hijo! Es impronta de su ser y figura de su sustancia.
El Hijo a su vez
contempla en el Padre el abismo de sus perfecciones infinitas, y se entrega a
Él en un océano de felicidad. Explosión de amor producida por este encuentro
recíproco… Tercera persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, lazo de
unión de ambas Divinas Personas. Horno, océano, inmensidad… no es posible
expresarlo con palabras humanas.
Es DIOS – AMOR comunicando
en el seno de su Trinidad, el Amor increado, entre torrentes de felicidad
infinita. Y no quiero gozarlo solo… El amor es expansivo, y de toda eternidad
decide crear seres capaces de conocerle y amarle, y participar eternamente de
sus infinitos bienes. Primero el ángel, luego el hombre como remate y rey de la
creación, capaz de reconocer y agradecer sus inmensos beneficios, y recoger el
himno silencioso de alabanza que anhela la creación entera, y ofrecerlo a Dios
en homenaje de gratitud y amor.
¡Qué hermosura la vida
del hombre en el Plan de Dios!....
Pero el hombre cayó por
su debilidad y perdió todos sus derechos. Dios pudo ver frustrados sus
designios en la creación por obra del enemigo, pero su Sabiduría y su Poder y
sobre todo su amor, tenían que triunfar. La segunda persona de la Santísima
Trinidad, el Hijo, en quien el Padre se complace eternamente, sería nuestro
salvador, nuestro Modelo. Y el Verbo, la Palabra Increada, se hace Jesús. Jesús
para nosotros, Jesús para salvarnos, Jesús para enseñarnos. Gracias, Gracias,
Dios Padre nuestro.
Volvamos a la idea
primera: Dios nos ha creado únicamente, para hacernos partícipes de su infinita
felicidad. No para sufrir, no para trabajar, no para triunfar, no para comer o
gozar, ¡No!
Nos ha creado para
hacernos entrar en el océano insondable de su Amor, mediante la fe, la
esperanza y la caridad, vividas en la tierra, como preparación y comienzo de la
eterna visión y fruición de Dios en el Cielo.
CAMINOS DE SANTIDAD
Liberación del pecado.
Ascética. Mística. Unión
con Dios
Único camino.
Es Dios quien lo traza
para cada uno. Para mí.
Dios tiene un deseo y un
proyecto: Nuestra santificación para su Gloria y nuestra felicidad.
Él poderoso y sabio, lo
prepara todo, lo organiza y reorganiza todo, utiliza todas las criaturas, todas
las circunstancias, todos los acontecimientos, grandes y pequeños. Todo lo hace
converger a este camino de santidad que Él me ha señalado. Nada le detiene.
Sigue su obra, utiliza los instrumentos aptos, restaurando en cada instante, lo
que mi incapacidad, mi pereza o mi malicia malogran. Consigo retrasar o alejar
la meta, pero a Dios no le faltan medios ni recursos; continúa su obra. Es su
Divina ocupación. No hace otra cosa respecto a nosotros: “Todo lo endereza a
nuestro mayor bien”. Y su omnipotencia llegará al fin, con tal que yo
permanezca en el camino: en el camino de su Santísima Voluntad, en el camino de
mi fidelidad a su amor.
Él sabe por donde me
lleva y los instrumentos que utiliza. Es libre, me ama. Yo no tengo ni
necesidad ni derecho de conocer sus vías. ¡ES EL SEÑOR!
Sólo sé que me ama, que
me guía, que me corrige, que me ofrece la reparación necesaria después de cada
caso. No tengo que preocuparme, ni echar cuentas ni calcular avances. Mi único
quehacer: Cumplir su Santísima Voluntad en el momento presente, sea cual sea mi
ayer, mi “hace un momento”. El me conduce. ¡BENDITO SEA!
Resumen:
¡ACEPTAR Y EJECUTAR!
¡LA VOLUNTAD SANTISIMA DEL
SEÑOR!